Los charcos en la acera se iluminaban con las luces tenues de la calle. Era lo único que Sam quería ver mientras caminaba lentamente hasta lo que hasta hacía unas semanas llamaba hogar. La noche larga y fría lo acompañaba hacia un destino al que ciertamente no quería ir. Cada paso se sentía como arrastrar una cadena con sus pies.

Irónico momento en el que abre la puerta e ingresa a la casa, y nota que la calle no estaba tan fría como él pensaba. Un escalofrío recorre desde sus pies hasta el borde de su nuca. Todos los bellos de su cuerpo se erizan. Todo el alcohol que bebió no fue suficiente para hacerle olvidar.

Las emociones abordan todo su cuerpo. Las voces toman el control de su mente. No hay quien pueda callarlas. Tal vez por eso prefería los lugares concurridos como bares y tabernas para pasar sus noches: la música y el ruido no lo dejaban oírse a sí mismo.

Ni sus torpes pasos, ni su falta de coordinación le impidieron llegar al sofá, tirarse sobre él, encender la televisón con el control que estaba justo en el mismo lugar donde lo había dejado hacía dos días y detenerse a ver las luces incandecentes de aquel aparato. Por fuera era un ser inmóvil, sin alma; un rostro completamente inexpresivo, iluminado por la televisión. Por dentro una tormenta torrencial de recuerdos, sentimientos y dolor.

Poco a poco siente como se le forma un fuerte nudo en su garganta. Sus ojos aún inexpresivos se llenan de lágrimas hasta que se desbordan deslizándose por sus mejillas. Las voces de su cabeza cada vez hablan más fuerte. A pesar del alto volumen del televisor, su mente no percibía nada más que sus pensamientos. Tenía los ojos abiertos pero no veía nada.

Sus manos comienzan a sudar ante una invasiva idea. Su corazón empieza a latir más rápido. Su respiración se acelera y las voces siguen aumentando en su cabeza. Sus ojos no dejan de brotar lágrimas. Su mente traza exactamente los movimientos que debe hacer ahora. Estirar su brazo de tal manera que alcance a tomar el arma que se encuentra en la mesa de centro. Regresarse a su posición corporal previa. Dirigir la boca del cañón hacia su cien. Quitar el seguro del arma. Disparar.

No hay tiempo para preguntas, sus voces no lo dejan sobrepensar. Ejecuta su plan sin fallo. Un estruendo sacude los árboles aledaños por todos los pájaros que se ven obligados a huir. Después… calma.